12 de mayo de 2010

Todas las cosas

Corría el año 1914. Sir Arthur McKingley decidió intentar todo para hacerlo todo. En ese año había menos cosas que ahora. De cualquier forma, eran demasiadas.
La falacia dice que el no saber que algo es imposible lo hace posible. Sir Arthur no sabía que era imposible. No lo logró, igual. Nadie como él poseía tanto talento innato para hacerlo todo; nadie como él podría haberlo hecho todo. Nadie como él pudo darse cuenta de que no es posible hacerlo todo. Lo interesante es que lo intentó.
En el coro de la iglesia, a los 14 años, deslumbró a propios y extraños con su inigualable voz. En la facultad de ciencias de la hoy extinta y desconocida Universidad de Forgettinham nadie como él, a los 15, destellaba por su lucidez. Sabía los mejores trucos de magia. Bailaba como ninguno. Hablaba con precisión y claridad. Era un deportista excepcional. Pudo ser ingeniero, como su padre, e inventar cosas que nadie se habría imaginado. Dicen que a los 5 tocaba el piano como un prodigio. Respetuoso y atento, siempre ayudaba a sus amigos para resolver cualquier tipo de problemas.
El verdadero e irresoluble problema de McKingley llegó cuando cumplió 32 años. Corría el año 1914 cuando decidió, confiado en sus talentos, dominar el arte de dominarlo todo. Cuando se habla acerca de pensar afuera de la caja, se le rinde un tributo directo a Sir Arthur McKingley, quien nunca supo que no hay una caja suficientemente pequeña como para no poder meter dentro de ella otra caja, ni una tan grande que no quepa en otra caja, aunque se acercó.
Cuando McKingley murió no cantaba ni bailaba ni hacía magia ni inventaba ni tocaba el piano. Ya no era un científico, ya no ayudaba, ya no resolvía. Solamente pensaba. Y es que cualquiera piensa mejor que cualquiera cuando pensar se reduce a un proceso privado, sin productos, sin resultados. Y cuántos como él, desconocido, no estarán construyendo ahora la caja más grande del mundo, o buscando la más pequeña.
Porque "no se puede ser y hacer todo en la vida", de acuerdo con el último párrafo de las memorias de un ciudadano parcial y totalmente desconocido, pues "el verdadero valor de la vida está en no dejar de conocer jamás". Apunta McKingley, por último, que "de haber sabido esto al momento de mi nacimiento, me habría dedicado a todas esas cosas que conocí sin practicar. Sería, tal vez, un médico medianamente bueno. Qué bueno que nacemos sin saber nada, pues sólo así puedo ahora afirmar que moriré habiendo intentado hacerlo y conocerlo todo. Ahora, que ya no hago nada, desconozco mucho, pero mucho más."
Por suerte, Sir Arthur McKingley nació sin conocer ni desconocer nada y murió conociendo y desconociendo mucho más. Porque en medio, durante eso a lo que llaman vida, se atrevió a practicar sin conocer.
No lo logró. Era imposible y, aunque no lo sabía, siguió siendo imposible. Es a partir de ejemplos como éste que cobra sentido la idea de que la etiqueta "imposible" es una que se adjudica a partir de la práctica, no de la especulación —especulo ahora desde la autoridad de su único biógrafo; pues es imposible, creo, determinar si es posible hacerlo todo—.

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