4 de abril de 2010

Predicción

Fue en el año 2033 cuando, finalmente, consiguieron determinar con precisión casi absoluta (99.82%) el comportamiento completo de una persona a lo largo de su vida entera.
Fue un gran logro para las ciencias del comportamiento humano, en particular, y para las doctrinas más deterministas de la ciencia, en general.
Hubo un único problema; para lograr tan contundente y abrumador hallazgo, el grupo de científicos de la Universidad de Brasilia —encabezados por el aclamado doctor Gonçalves y apoyados en un hallazgo menos sonado pero igualmente alentador que el estudiante Martín Riveira dio a conocer en su tesis de licenciatura titulada "Informe parcial de cinco aplicaciones neuroconductuales de los principios del conductismo de William Schoenfeld"— tuvo que aislar por completo al individuo. Algo similar a lo que ocurrió cuando se descifró por vez primera el código genético de los seres humanos; años más tarde dos biólogos canadienses, especializados en primates, corregirían un pequeño error aislando células madre generadas artificialmente a partir de ADN africano, y conseguirían, así, no sólo clonar con éxito al primer humano, sino establecer una metodología exacta (que difícilmente ellos siguieron al principio) que permitiría estandarizar la práctica "con fines médicos".
El problema fue que el individuo cuyo comportamiento fue aislado tuvo, necesariamente, que ser aislado durante el largo de su trágica pero ilustradora vida. No se le permitió conocer a nadie; el único contacto humano que pudo atesorar en su memoria —especularon Gonçalves y Riveira en las conclusiones de su libro "Una vida para la ciencia: comportamiento científico", pues, como parte del experimento, nunca dieron ningún tipo de instrucción a su sujeto— fue momentos antes de su muerte, gracias a lo que se obtuvo el margen de error (0.18%) en la predicción total de su conducta vital.
Así, como suele ocurrir en la mayoría de la investigación básica, el experimento aportó muy poco al campo aplicado del estudio del cerebro y de las ciencias del comportamiento. Pero se supo con certeza cómo y en qué momentos el sujeto se movería; la naturaleza y la ubicación temporal exacta de sus respuestas emocionales —cuatro en total—; la manifestación específica de sus deseos bilógicos, y la edad exacta (23 años, 10 meses y 15 días) a la que murió.
Doce años después de estos hallazgos, sin embargo, se sigue cuestionando la ética de uno de los estudios longitudinales que más detractores ha tenido en la historia de la psicología. Si bien el método y los resultados son absolutamente certeros, una gran parte de la comunidad científica le cuestiona áridamente a Gonçalves haber utilizado como sujeto de investigación a su propio clon. No se sabe, por tanto, en qué medida el genio de Riveira y, sobre todo, la voluntad de Gonçalves, serán replicables.
Algo es cierto, de acuerdo con aquéllos que siguieron de cerca el caso, y eso es que cada vez se ve menos lejana la posibilidad de comprobar lo que John B. Watson aseveró en 1930. Es verdad que Gonçalves y Riveira concluyeron con vehemencia que sus datos difícilmente podrían utilizarse, sin un correcto seguimiento desde la investigación aplicada, de manera tecnológica; pero de los doce infantes que Watson propuso condicionar para seguir carreras tan disímiles como la abogacía y la felonía, se vislumbra ahora, 120 años después, la posibilidad de, al menos, establecer las condiciones que hacen que alguien dedique su vida al letargo —ya sea por voluntad propia o por la de la calca de sus genes, en donde, dicen, yace la voluntad—.

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